LA VENTANA
¡Por fin llegó el día! El ruidoso martilleo
constante que provenía de la calle no distraía a Suárez que, con la
meticulosidad de siempre, aplastaba y adhería a las yemas de sus dedos las
miguitas de pan que desprendía el bocadillo al mordisquearlo. Era la hora del
desayuno y desde que el señor Palao padre nos prohibiera bajar a la calle,
porque afirmaba que “entre el cafetito y el cigarrito se nos iba más que un
ratito”, cada cual desplegaba sus viandas sobre el escritorio donde trabajaba y
reponía fuerzas. Suárez, de “Automóvil”, con un enorme bocadillo y el termo de Cola Cao, González, de “Vida y decesos”,
siempre amante de lo sano, con su par de
manzanas, Martínez, de “Hogar y comunidades”, con la media docena de galletas María, y Juanito, de “Comercios”, con su
tartera naranja, o algo parecido, de la que se desprendía aquel fuerte olor que
impregnaba rápidamente la entera atmosfera de la oficina. Y es que Juanito, desde hacia casi un año, siempre
desayunaba lo mismo. Esto le deparó algunos problemas, tanto con sus compañeros como el con el señor
Palao padre. Por aquellas fechas, Navidades, Juanito compró en Mantequerías La Real algunos gramos de
embutidos de calidad y una botella de Jumilla
para celebrar la nochebuena. Al fin y al cabo, sin familia cercana ni amigos
con quien celebrar la festividad, que menos que darse algún lujo, pensó. Al ir
a pagar a la caja, la dependienta le insistió en que comprara un numerito para
el sorteo de algunas cestas navideñas y otros comestibles de la sección gourmet. La timidez de Juanito le
impidió decir que no y al instante se vio mirando a la dependienta con cara de
tonto, media sonrisa estúpida en los labios, el numerito en la mano y cinco
duros menos en el bolsillo. El día de Navidad, y como resultas de aquella
involuntaria decisión, se vio cargando hacia su pisito de soltero con media
barrica de arencas ahumadas que con gran regocijo de la dependienta y revuelo
entre las clientas le fue entregado como afortunado del quinto premio. Desde entonces, y cual si de morsa se tratase, la arenca
compone básicamente su dieta alimenticia diaria. Algunos compañeros de la
oficina se habían quejado del mal olor que dejaba el amojamado pez e incluso el
señor Palao padre se sentía molesto ante aquella ofensa aromática con que se
enfrentaba él mismo y los clientes cuando cruzaban la oficina en busca de su
despacho situado al fondo norte de la misma. Al final, en vista de que aquella
situación se tornaba cotidiana, le llamó la atención públicamente: “… y como
usted comprenderá, mal casa recibir a nuestra distinguida clientela sobre las
nobles maderas del parquet (de su despacho), rodeados de antiguos tapices
(también de su despacho) y esta espantosa fetidez a pescado”. Juanito contraatacó
argumentando que al ser el más moderno de la oficina no contaba entre sus
emolumentos con los complementos de antigüedad
ó mejoras varias, de que disfrutaban sus otros compañeros, ya que aquellos
fueron suprimidos del convenio. Por tanto su salario reducido no le permitía
más dispendio que el aprovechar cualquier utilidad que se pusiese a tiro de su
menguado bolsillo. Aquellas razones convencieron al jefe y a la parroquia y
desde entonces padecemos diariamente el ataque oloroso de aquel desayuno con el
deseo de que más pronto que tarde el contenido de la barrica llegue a su fin.
Hace un rato, don Serafín, contable general y mi
jefe hasta hoy, salió del despacho de Palao hijo en donde estuvo aclarándole algunos asuntillos que se
quedaban pendientes. Era su último día de trabajo. Ya había pasado por el
despacho de Palao padre que como premio a sus más de cuarenta años de servicio
a la empresa le había hecho entrega de un reloj de pulsera. El Cauny oro que como mínimo esperaba, y con el que obsequiaron a Marcial el
cobrador hace dos años cuando se jubiló, se tornó por mor de los tiempos en un Cassio
digital en cuya esfera aparecía el nombre de la empresa “Palao e hijo, Correduría de Seguros” y el número de
teléfono. Hombre de pocas palabras y después de enseñárnoslo se metió la caja
en el bolsillo de su chaqueta al mismo tiempo que nos daba las gracias por la
pequeña placa en plata que le regalamos entre todos y que rezaba: “De tus
compañeros de Palao e Hijo” y la fecha. La colecta que hicimos no dio para más
leyenda.
Una vez se despidió de todos cogió su gabardina y su
maletín, me dijo que nos veríamos el jueves próximo para darme eso que yo ya
sabía y salió de la oficina como siempre, sin hacer un ruido. Yo ya esperaba
con ansia que Palao hijo saliera del despacho y oficialmente se me comunicara
que desde ese día me competía la responsabilidad contable de la compañía y al
mismo tiempo mudara mis cosas a la mesa que hasta entonces ocupó don Serafín.
La mesa era igual que las demás, vieja y ajada,
pero no su situación. Era la única de la oficina, excepto la de los
despachos de los dueños, que estaba junto a una ventana que daba al exterior.
Ésta se asomaba desde un primer piso al Pasaje Granada, una callecilla estrecha
de sentido único de circulación que unía la Avenida de Sor Quintana con la Plaza del Mandil.
La ventana, por la que a pesar de estar cerrada
seguía siendo traspasada por el percutir de alguna maquinaria, no era cosa de
otro mundo, un ventanuco separado por apenas cuatro metros de la grisácea
fachada sin ventanas del edificio de la telefónica situado enfrente. Esa mole
impedía el paso de la luz del día y obligaba al uso permanente de tubos
fluorescentes para iluminar la estancia y evitar que la penumbra se apoderase
de ella. No obstante tenía un encanto especial, un encanto del que don Serafín
disfrutó hasta hoy y del que yo sería usufructuario a partir de mañana y hasta
mi jubilación.
Hace un año o algo así, sobre la fecha en que
Juanito fue agraciado con las arencas, don Serafín me hizo participe de su
secreto: “…Ramírez, después de doce años como mi ayudante de contabilidad le
tengo como persona integra y cabal, por tanto capaz de guardar el sigilo
necesario sobre todo cuanto voy a contarle ahora -asentí con la cabeza-
necesito su ayuda para seguir en la elaboración de un trabajillo, llamémosle
estadístico, que llevo haciendo desde
hace mucho tiempo y en horas de trabajo. Le aclaro que no tiene nada que ver
con la empresa, insisto, nada que ver…” Le interrogué con la mirada esperando
la conclusión de su relato, se le enrojeció el rostro y miró de soslayo a su
alrededor buscando la presencia de cualquier persona ajena a la conversación.
No hallándola concluyó: “Ramírez yo…cuento coches”.
Casi veinte años llevaba don Serafín controlando el
tráfico rodado por el Pasaje Granada y ninguno lo sabíamos. Lo que empezó
siendo un entretenimiento para matar las horas entre asiento y asiento terminó
convirtiéndose en un estudio concienzudo sobre la evolución del parque
automovilístico nacional a escala reducida. Me contó que Palao hijo, desde que
se incorporara a la empresa paterna, le llamaba continuamente al despacho a
consultarle una serie de tonterías y estupideces que ponían de manifiesto
el poco provecho que sacó a los casi
diez años que dedicó a obtener su licenciatura en Económicas. Con todo ello,
cada vez que don Serafín abandonaba su mesa para escuchar las paparruchadas del
vástago, también dejaba de controlar el paso de tráfico y esto era un asunto
que le quitaba el sueño. Entonces me encomendó, si así lo aceptaba de buen
grado, que me encargara del control automovilístico del pasaje durante su
ausencia ocupando su mesa con pretexto de consultar algún documento, en caso
contrario me rogaba que no lo comentara con
nadie ya que le daba cierto apuro desvelar este secretillo. Acepté
inmediatamente el encargo sin dudarlo un instante al tiempo que me invadía una
oleada de felicidad que nunca había sentido con anterioridad.
Pocos días después de aquella conversación don
Serafín me invitó un domingo a merendar en su casa. Acabado el café y las magdalenas
que doña Angustias, su oronda esposa,
nos puso por delante, fue a su cuarto y volvió con un enorme libro de diario
contable que puso sobre la mesa, con mucha reverencia, y de tal manera que
pudiéramos verlo entre los dos. Casi página a página me fue desgranando el
fruto de su trabajo. El primer año tan solo anotó los vehículos que pasaban por
la calle, turismos, motocicletas, camiones, furgonetas o motocarros, solo
descartaba los de tracción animal. Descubrió entonces que lunes y viernes eran
los días en que el tráfico resultaba más intenso. Al año siguiente, con buen
criterio a mi juicio, decidió que controlaría solamente el paso de vehículos
turismos, pero completando la cantidad con la marca y modelo de cada uno. Esto
le llevó a don Serafín a convertirse en los diecinueve años siguientes en un
conocedor experto del parque automovilístico nacional. Tenia que estar al tanto
de la producción, novedades, mejoras e innovaciones, tanto de la industria
nacional como la derivada de la balanza comercial. Esto le ayudaba a reconocer
inmediatamente a cualquier vehículo que se adentrase en el pasaje. Devorador de
todas las revistas, españolas y extranjeras, especialistas en el mundo del
motor, de las que me dio nombre para que las suscribiera de inmediato, sentía
una enorme satisfacción cuando reconocía circulando por la calle a alguno de
los vehículos que acababa de salir al mercado. Quedé maravillado en la lectura
de aquel libro que, llegado el momento, se me encomendaría para su custodia y
confección y al que al que consideré sagrado desde entonces. En aquellas
páginas se acumulaban días de trabajo con sus resúmenes mensuales y anuales que
daban fe del ranking de los modelos que más circularon por el pasaje. Así los Dauphine, los Seat, 1400, 1500, 600 o 850 fueron desapareciendo de los primeros
puestos dando paso a los 124, 127,
Renault 5, Ibiza, Kadet o Clios. Ante mis ojos pasaron las cifras
que contaban como el número de vehículos que pasaron hace quince años se había
multiplicado por cuatro o de como aumentaba el número de modelos que ponían los
fabricantes en el mercado. Novedades pasadas, como los 1430, Simca 1000 o 1200, Citröen GS, Peugeot 205, Crysler 150, R8,
R10, Ritmo, Fura, Horizon, Samba, Ronda, R12, Fuego y un larguísimo
etcétera, que tan felices hicieron a sus compradores el día en que los
estrenaron, estaban allí registrados. Me
trajeron tantos felices recuerdos de juventud y de mi olvidada afición por los
coches que ardía de deseos en empezar con la tarea. Al final de la tarde, don
Serafín, ceremonialmente y con alguna lagrimilla en los ojos, me hizo prometer
que continuaría fielmente con el
trabajillo en el futuro y que iría a su casa de vez en cuando a mostrarle los
resultados una vez estuviese jubilado. Así se lo prometí y con el llanto contenido
por la emoción salí de su casa.
Por fin Palao hijo abandona su despacho, se dirige a
mí para comunicarme mi nueva responsabilidad y la mesa que he de ocupar desde
ese día. Aprovecha la ocasión para lanzarme un discursillo sobre la necesidad
de una contabilidad que refleje fielmente la imagen tanto económica como
financiera de la empresa y todas esas zarandajas que aprendió en la facultad.
Recojo mis cuatro cosas y las sitúo sobre la despejada mesa de don Serafín.
Antes de sentarme miro a través de la ventana hacia el pasaje. Un operario con
un chaleco fosforescente y un casco amarillo embiste la calzada con un martillo
hidráulico. ¿Qué están haciendo? –pregunto a Suárez. El pasaje –responde sin
levantar la cabeza- que lo hacen peatonal.