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POEMA RECITADO VOZ DEL CORAZON - LETRA Y VOZ MARIA RIAL (ISSISORA)

POEMA RECITADO VOZ DEL CORAZON - LETRA Y VOZ MARIA RIAL (ISSISORA)

viernes, 13 de agosto de 2010

ENSALADILLA RUSA DE CARLOS ÁVILA (2º PUESTO EN EL TERCER CERTÁMEN PREMIO PLUTÓN DE RELATO CORTO -MÁLAGA-)


Cuando Amador García sintió el sabor de su propia sangre en la boca supo que le quedaban pocos minutos de vida. Inmediatamente deseó que el trance fuera lo suficientemente corto como para no tener que acometer la cansina tarea de rememorar todo su pasado. Se evitaría, de este modo, agravar aún más los sufrimientos físicos que acompañan a todo deceso por accidente violento.
Amador, poco dado al ejercicio del pensamiento quería evitarlo en este último acto, aún cuando la costumbre lo exigía en cualquier tipo de moribundo que se precie.
Transcurridos varios minutos, sin mermas notables en sus aptitudes sensoriales, comenzó a preocuparse seriamente por el asunto y tras varios resoplidos decidió cambiar la postura a otra más cómoda y ponerse inmediatamente al tajo.
En principio, y teniendo en cuenta que no conocía el tiempo disponible para deshilvanar la madeja de sus recuerdos, pensó que tal vez fuera mejor empezar la remembranza a partir de su madurez. No atisbando, finalmente, a definir la edad con que pudiera haberse considerado maduro, ni tan siquiera si alguna vez hubo alcanzado tal grado, decidió comenzar desde su infancia asumiendo así el riesgo de no llegar al final de su historia. Por una parte le incomodaba dejar cualquier tarea a medias pero por otra evitaba verse forzado a realizar una especie de resumen vital dada su poca habilidad para alcanzar rápidas conclusiones sobre cualquier tipo se disquisición que se le pusiera por delante.
Definitivamente e incomodado por la disyuntiva decidió definirse, de sopetón, como persona recta en el más amplio sentido de la palabra sin entrar a valorar la profundidad del término. Esta última tarea la encomendaba cuantos le habían conocido de una forma más o menos estrecha, no muchos, y de los que esperaba un notable bajo, o aprobado al menos, como calificación definitiva. Dio así por zanjada la cuestión testamentaria centrándose en revivir los inmediatos momentos anteriores que le habían llevado a su actual situación.
El calor siempre fue un fenómeno molesto para Amador. De hecho había provocado el lamentable trance por el que en aquellos momentos transitaba. Unos minutos antes, después de llegar del trabajo de forma precipitada debido a una pequeña indisposición, y sin tiempo apenas para subirse el pantalón, salió sudando del cuarto de aseo en busca de papel higiénico que guardaba en el salón. Pulsó el interruptor del ventilador de techo para remover la cálida masa de aire que encerraba el habitáculo y, repentinamente, una de las aspas de aquel artefacto se soltó del rotor y vino, cual veloz venablo, a clavarse en su vientre, eso sí, escorada un poco a la izquierda.
El golpe lo sintió como un mordisco ácido y caliente y no supo si por la impresión, dolor, violencia del golpe o mezcla de las tres no pudo sino caer hacia delante quedando a gatas apoyado en antebrazos y rodillas.
Tras un momento de desconcierto y sin duda obnubilado por las circunstancias, su pensamiento derivó en delirio. Sin saber porqué, al verse así ensartado, se le pasó por la cabeza que era una especie de histórico héroe herido de espada. ¡No molestes mis círculos! Al observar el escarlata con que su sangre iba salpicando de puntos redondos y perfectos la barata solería de terrazo fue Arquímedes. Se sintió herido por la gladius que aquel tosco soldado romano hundió en su cuerpo. Mientras, Marco Claudio Marcelo, ocultando su noble rostro entre las manos, lloraba su muerte.
O mejor aún, se imaginó ser Publio Quintilio Varo en pleno trance de la agonía. Lanzado sobre su propia espada esperando que la muerte lavara el deshonor de la derrota. Las lágrimas mezcladas con la sangre aún caliente de sus bravos soldados anegaban aquella tierra dura y fría. Bosque de vida y muerte, tibios huesos floreciendo de los miembros amputados y árboles milenarios contemplando en silencio el resultado de la estulticia. Rostros ennegrecidos de sudor y polvo. Ojos cerrados en el sueño de la muerte, o abiertos pero sin vida llenos de terror o ira, siempre con lágrimas secas que lavaron una última mirada. Todos muertos. ¿Cuáles sus últimos pensamientos? : «Padre ¿para qué me enseñaste el movimiento de los astros, el arte de la caza o ser uno con mi caballo? Esposa mía, amado rostro de calma, descríbeme otra vez la risa de nuestro hijo, mécele mientras le cantas bajo la sombra del naranjo; como mi madre hacía conmigo. Ya veis, de nada sirvieron mi espada y mi coraza, tambores ni trompetas, este soldado ya no es más que un efímero recuerdo. Tan efímero como vuestras vidas que no podré seguir compartiendo. Heme aquí tan lejos y tan sólo. Madre». Eran las mudas palabras de un ejército inerte las que llegaban a los oídos de Publio como torrente de dardos ponzoñosos. Mientras, en Roma, Augusto maldecía su recuerdo: «Varo, Varo, devuélveme mis legiones».
«…prometió bajo el árbol de Guernica el fiel desempeño de su cargo. Manuel Panizo “Manolín”, este joven abogado cordobés de 47 años, se ha convertido esta mañana en el décimo jefe de gobierno vasco desde la Transición. El nuevo Lendakari, en su discurso de investidura, prometió la transformación social que los ciudadanos le han pedido con sus votos. Tras el acto y como recuerdo se obsequió a los asistentes con unos de anisados de Rute y unas latas de carne de membrillo. Aún están cantando bajo el centenario vegetal…»
El sonido del telediario, atravesando el fino tabique que le separaba de su vecino, le trajo de vuelta a la realidad. No, no era ni Arquímedes ni Varo, más bien un pobre hombre, víctima de un accidente ridículo, postrado a cuatro patas, con los pantalones bajados a la altura de las rodillas, sin calzoncillos y con los glúteos repellados de caca.
El comienzo de los descalabros que le habían llevado a esa situación tuvo lugar aquella mañana en la oficina. Don Gonzalo, su jefe, le había abordado en el pasillo que conducía a su despacho. Quería entregarle la documentación financiera de la empresa, PREFABRICADOS GIL Y MELCHOR, S.A, a la que debía valorar crediticiamente. Mientras Amador, distraídamente, leía las doradas letras que figuraban en la portada del lujoso dossier que su jefe sujetaba, éste le apremiaba a que tuviera terminado el informe a primera hora de la mañana siguiente. Don Gonzalo, con gesto altivo, enarcó las cejas, subió el mentón y bajó la vista para terminar en una mueca de repugnancia cuando alcanzó a ver los blanquecinos, por mor del polvo acumulado, zapatos de su empleado. De gesto suave, enguantado en un impecable traje azul aguamarina con corbata de seda a juego y pelo rebosante de gomina a Don Gonzalo le gustaba de oírse a sí mismo mientras peroraba a sus sumisos subalternos sobre la necesidad del trabajo pronto y bien hecho. Era el momento en que terminaba su alocución cuando gustaba de clavar su fría mirada en los huidizos ojos de sus interlocutores y despedirlos con un apenas perceptible «gracias; es todo» En ese temido momento, cara a cara, mientras su exquisitamente recortado bigotillo apenas se elevaba para dar paso a la pareja de silbantes palabras, una fuerte halitosis consideraba inaugurados todos los fastos que tal dolencia pudiera celebrar. En tal situación, lo común era aguantar la respiración sin modificar el gesto y esperar a que el jefe se girase en busca de otro destino.
Esperando el pestilente momento en que aquella frase diera el punto final a la conversación Amador se vio sorprendido por una aguda punzada a la altura de la boca del estómago. Aguzó los sentidos en la observación de cualquier síntoma que expresara su cuerpo. Tras un breve intervalo de calma, apenas segundos, mientras asentía con la cabeza el vehemente discurso de su superior, concluyó que había superado el pequeño malestar. Toda una fenomenología adversa vino a desmentir tal creencia. La punzada contraatacó de nuevo pero con doble intensidad. Fue extendiendo su ámbito de acción bajando como cuchillo cortante hasta el bajo vientre, en donde asentó su avanzada. Al mismo tiempo, una ola acuosa y ardiente cual lava volcánica se lanzó furiosa sobre los esfínteres anales. Estos a duras penas soportaban la presión de los líquidos a pesar de que Amador, en un desesperado intento de auxilio, unía disimuladamente sus muslos. Concentraba todos sus esfuerzos en evitar la funesta eclosión sin saber por cuánto tiempo podría contener aquellas embestidas. Don Gonzalo no paraba de hablarle pero él ya no le escuchaba, le llegaban los sonidos como si se encontraran en medio de una pecera. Un mal presagio le embargó cuando como un hilillo de agua helada le fue recorriendo su espalda de abajo hacia arriba, los pelos de la nuca se le erizaron y un sudor frió afloró en su frente. Sin duda el más salvaje embate iba a consumarse y apenas contaba con fuerzas para resistir. Con un «vale» agarró el documento que su jefe blandía en la mano y, apenas vislumbrando la cara de sorpresa de éste, se dio media vuelta huyendo hacía los aseos. A pasos cortos, exigidos por la estrecha unión de sus piernas, recorrió el interminable pasillo con la cabeza gacha. Trataba así de evitar encontrarse con algún compañero de trabajo con ganas de conversación. Mientras se acercaba a la puerta del baño rogaba a las alturas que no estuviese ocupado, si esto ocurriese, no tendría más remedio que aceptar un vergonzoso armisticio sin condiciones. Afortunadamente estaba vacío. Cuando giró el pomo y éste no opuso resistencia una temblorosa sonrisa afloró en su boca. Aquella alegría le distrajo en su concentración y una leve relajación de los esfínteres dejó abiertas las defensas durante unas milésimas de segundo. Cerrar la puerta del baño tras de sí y echar el cerrojo le hizo sentirse, por fin, a salvo. Dejó el informe en el suelo y se acuclilló en el inodoro al tiempo que se bajaba pantalones y calzoncillos. En la entrepierna de ésta última prenda comprobó los desgraciados efectos de la pequeña distracción. Una pequeña laguna marrón, del tamaño de de una alubia, mostraba una superficie temblorosa por los movimientos y amenazaba con deslizarse hacía cualquiera de los dos costados, haciendo catarata sobre el pernil del pantalón. No pudiendo afrontar con lucidez este nuevo problema hasta no solucionar el que le dio origen cerró los ojos y relajó los esfínteres. Una explosión sonora de gases y líquidos decoró con miles de puntitos el impoluto blanco de la loza sanitaria. Pese a todas las consecuencias por resolver Amador sintió que el dolor y la presión que soportaban su vientre desaparecían casi al instante y dejaban lugar a una placentera sensación de alivio. Poco pudo disfrutar de este estado de gracia. Con horror comprobó que el portarrollos de la pared sólo sostenía al solitario tubo grisáceo de cartón que pone fin a la vida del papel higiénico. Dirigió entonces su mirada hacia el informe de PREGIME, S.A. Era una lástima que a tan esmerado trabajo de imprenta se le diera un uso ajeno a su primigenia finalidad pero no le quedaba otra. Ya inventaría algo para justificar ante su jefe la pérdida del documento. Arrancó al azar una de las hojas del informe y se limpió con ella. Las características de aquel papel lo hacían inútil para tales menesteres. Su elegante satinado anulaba su capacidad de absorción y el único efecto que causaba era el reparto uniforme y equitativo del fétido elemento por toda la superficie glútea. Aparte, la limpieza resultaba bastante dolorosa como consecuencia de las puntiagudas aristas que se formaban con las dobleces. Así lo comprobó al ver los resultados de la limpieza sobre la hoja. Una pátina líquida no impedía leer la larga relación de bienes que seguían al título «ACTIVOS NO CORRIENTES MANTENIDOS PARA LA VENTA Y OPERACIONES DISCONTINUADAS» por lo que Amador concluyó que medio asearse le llevaría a usar, no solo todos los Activos de PREGIME, S.A., sino también los Pasivos, bien fueran estos propios o ajenos. Unos golpecitos en la puerta le hicieron apresurarse en sus actividades. Prácticamente acabó con el informe, metió todas las hojas, usadas y nuevas en la bolsa de basura, que, afortunadamente, si estaba. Con el oficio de un funámbulo sacó los pies, zapatos incluidos, por los perniles de pantalones y calzoncillos evitando que la pequeña laguna se desplazara hacia algún costado. Introdujo a estos últimos también en la bolsa y se puso de nuevo los pantalones. Accionando varias veces la cisterna y con la ayuda de la escobilla de WC limpió cuanto pudo el inodoro. Finalmente salió del aseo totalmente sudoroso como quien hubiera librado una desigual batalla. Por los infinitos tacones con que se encontró, dedujo que Marga era quien esperaba que el baño quedara libre. Ni siquiera alzó la cabeza para comprobarlo. Deprisa y mirando al suelo se dirigió a su despacho, cogió el maletín y sin despedirse de nadie salió de la oficina como alma que lleva el diablo.
«…magnate del petróleo en Texas y primer trasplantado de cerebro, con éxito, se ha mostrado firme en su decisión de desheredar a toda su familia. Círculos cercanos han afirmado que…»
Pero todo empezó la noche anterior. Como siempre, había bajado a El Fogón de Florita, el bar de la esquina frente a su casa. Allí Amador tomaría lo que consideraba su cena normal de solterón: Unas cañas y una tapa de cualquier cosilla. Aquel antro de nombre más que pretencioso no era más que una de las muchas tabernas que se desparramaban por el barrio. A mediodía, un vociferante enjambre de obreros ocupaba sus pocas mesas para dar cuenta de un económico menú (6 Euros) que incluía: Dos platos principales, pan, postre casero y vino de mesa con gaseosa. Es de «La Casera», aclaraba con aire orgulloso la dueña a todos los comensales. Éstos atacaban el primer plato con el juicio a algún futbolista que, en la última jornada liguera, erró en el chute de lo que parecía un gol cantado. Detractores y defensores concluían sus alegatos con los ya consabidos: «Te quiere i» y su respuesta: «Te quiere i tu». En el segundo plato la conversación se centraba en lo mala que estaba la cosa y los temores de verse en la temida cola del paro. Ya a los postres, aturdidos por el vinillo peleón, el exiguo temario giraba a terrenos más íntimos. Se entremezclaban la preñez que con quince años había sorprendido a alguna de sus hijas o los mordiscos que las drogas pegaban a sus familias. Nada de particular, pobres gentes ansiando una fortuita casualidad que los sitúen en el lado de los que quieren solucionarles sus problemas abandonando el del que los tiene. El eco de voces y risas que seguían a aquel grupo multicolor cuando volvían de nuevo al curro era rápidamente sustituido por el entrechocar de vajilla, perolas y sartenes. Florita se afanaba en las labores limpieza que dejaría todo bien dispuesto para una nueva jornada. Durante aquellas horas de sofocante calor veraniego, entre las cinco y las siete, un nutrido grupo de hermosas moscas constituían, casi exclusivamente, la parroquia que ocupaba el local. Ya al oscurecer estos dípteros daban por terminadas sus excursiones al cuarteado y amarillento trozo de queso manchego, a la guita sostén de un otrora noble salchichón de color indefinible y a las muchas veces mortífero spa que constituían los parafinados aceites de las anchoas y el atún a tacos. Entonces, poco a poco, una serie de macilentos y taciturnos personajes iban entrando en el local y tomando asiento en los taburetes de la barra. Con acuosos ojos de mirar perdido, tomaban sus bebidas en un silencio premeditado. Tras la barra, su reino, Florita iba centrando poco a poco la atención de todos. Mientras servía las copas preguntaba por la familia, el trabajo, la salud, gastaba bromas e incluso, por oídas, se atrevía a opinar de futbol y hasta de toros. Pese a que aquella cuarentona bien cumplida pasaría de los noventa kilos de peso, se desplazaba mediante elegantes movimientos neumáticos que hacían parecer que flotaba algunas pulgadas sobre el suelo. Esta levedad era de una de las muchas gracias de Florita que cautivaban a Amador y la hacían ser centro de sus deseos. Mientras ella faenaba atendiendo a la clientela él, de soslayo, observaba el suave vaivén de sus caderas, la redondez tersa de sus pantorrillas o aquella nuca despejada y blanca por la que resbalaban pequeñas perlas de sudor. Se apresuraba cada noche en sentarse en el taburete frente al fregadero en cuanto se quedaba libre. Desde aquel punto, cuando Florita se inclinaba hacia adelante para fregotear vasos y platillos, se le mostraba impúdico el más sublime canalillo que, en su modesta opinión, pudiera tener una verdadera hembra de tronío. ¡Qué digo canalillo!, pensaba, ¡Canal sin duda! Inmediatamente, las neuronas de su celebro, adiestradas en el barato arte del ensueño, lo sumergían, como una especie de falo-delfín, entre aquella gomosa y láctea hendidura. Podía disfrutar del sabor a miel y el olor a requesón que imaginaba efluía de aquel ansiado pecho y adivinada, en el cenit del paroxismo, los rosados pezones en que terminarían aquellas blancas mamas que como élitros de coleóptero se desparramaban, abrazándola, hacia ambos costados de su orondo cuerpo. Entre tanto sueño y algún conato de erección contenida a tiempo, Amador consumió dos cervezas y una tapa de ensaladilla rusa. Ésta, presentaba una capa de amarillenta mayonesa de la que, mal dedujo, era debida a las nuevas técnicas en la producción ecológica de huevos. Más bien, según los resultados, era consecuencia de alguna concentración tipo día del orgullo salmonellense.
«…grave suceso en el barrio de Robledillas. Al parecer un individuo, al que los testigos no han logrado identificar aún, ha agredido a un menor que se encontraba acompañando a su padre en el interior de un comercio de la zona. Sin mediar palabra alguna le ha propinado un fuerte empujón dándose posteriormente a la fuga. El menor, de 12 años, sufre un fuerte traumatismo cráneo-encefálico, con pérdida de conocimiento. Nuestra compañera Matilde Postigo se dirige hacia el lugar…»
Su pasión por el método le jugó una mala pasada. Quizá no fue una buena idea parase, como todos los días, a comprar el pan al salir de la oficina.
Mientras esperaba pacientemente a que la señora que le precedía se decidiera entre la caja de lenguas de gato o la de mantecadas de Astorga dejó el maletín en el suelo y se despegó disimuladamente el pantalón que, como engomado, se había adherido a su trasero. La acción liberó un olorcillo bastante desagradable por lo que cejó en ella inmediatamente. Tanta era la salivación y las dudas de la buena señora al elegir de entre ambos productos que la panadería fue llenándose de clientela. De entre la minifalda de una señorita de muy buen ver, los abanicos de dos desabridas solteronas, La Vanguardia, de un padre con hijo, la cesta de la compra de madre con hijo e hija, los zapatos de rejilla de un pensionista hablador y un largo etcétera, lo que más le llamó la atención fue ver un maletín igualito al suyo, que un señor, cincuentón como él, dejó distraídamente en el suelo. Seguramente lo compraría en Céspedes, pensó. Estaba intentando acordarse cuánto pagó por él cuando empezó a acusar los síntomas de un nuevo retortijón. Afortunadamente su casa estaba a una manzana de distancia y creía poder aguantar si salía inmediatamente. Así lo hizo pero cuando no hubo andado más de diez pasos tuvo que volverse a por el maletín. Lo recogió apresuradamente en el momento en que la indecisa señora apostaba por las mantecadas y el señor jubilado, entre el alborozo general y ajeno a su regreso, comentaba: «no tiene espera el señorito cagaprisas». Entre las risotadas a costa suya salió de nuevo de la panadería dirección a su casa.
«…podíamos encontrarnos ante el personaje más buscado por la policía en los últimos meses: El pederasta de Robledillas. Don Amancio Díaz, padre del menor agredido, nos ha comentado que su hijo reconoció a un señor que se encontraba en la panadería como al hombre que había tratado de abusar de él hacía unos meses. El individuo, al ver como el niño le señalaba con el dedo, le propinó un fuerte empujón dándose inmediatamente a la fuga. En la huida, éste pervertido olvidó un maletín con documentación por lo que la policía puede estar en estos momentos dirigiéndose a su domicilio. Según la encargada de la tienda, algunas personas presentes durante el suceso debieron aprovechar la confusión para sustraerle mercancía ya que echa en falta algunas chapatas…»
Las palabras de aquella periodista le sacaron inmediatamente de su mortal somnolencia. Una terrible duda le sobresaltó. En el suelo, a escasos centímetros ante él, sobre la silla, se erguía desafiante el maletín de piel marrón. Casi llorando por el dolor, estiró el brazo para tratar de alcanzarlo. Con la punta de los dedos de una temblorosa mano rozó la curtida superficie. En un postrero intento de asirlo sólo consiguió que se cayera estrepitosamente desde la silla, se abriera como consecuencia del golpe y desparramara su contenido.
Como en un fundido en negro la vida de Amador se fue apagando. Sus últimas y débiles percepciones fueron el cada vez más cercano ulular de una sirena de policía y cientos de niños adolescentes que, desde sus fotos en el suelo, le miraban fijamente.

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