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POEMA RECITADO VOZ DEL CORAZON - LETRA Y VOZ MARIA RIAL (ISSISORA)

POEMA RECITADO VOZ DEL CORAZON - LETRA Y VOZ MARIA RIAL (ISSISORA)

viernes, 13 de agosto de 2010

PREMIO PLUTÓN DE RELATO CORTO 2010 -MÁLAGA- (3ª EDICIÓN)


El pasado 7 de Agosto se celebró en Málaga el fallo correspondiente a la tercera edición del Premio Plutón de Relato Corto:
El primer premio fue para Antonio Castilla con el relato “Quino y Tano”
El segundo puesto fue para Carlos Ávila con el relato “Ensaladilla Rusa”

QUINO Y TANO DE ANTONIO CASTILLA (1º PUESTO EN EL TERCER CERTÁMEN PREMIO PLUTÓN DE RELATO CORTO -MÁLAGA-)


Como siempre, y a la misma hora, marchan los dos. Quino va algo adelantado y Tano, casi como siempre, uno o dos pasos por detrás, los dos enfilando la cuesta que se inicia en la medianera de la calle Larga. El sol, apenas despuntando, perfila de naranja los irregulares y encalados muros de las casas, mientras que el cielo se va tiñendo de añil amanecer.
Quino es de complexión huesuda, alto para su edad, aunque encorvado por el paso de los años, su nariz romana, sus cejas muy pobladas y ajenas a las canas, la cara enjuta, rugosa y llena de surcos debido a tantos años de sol y campo. Tano es tranquilo y también se le nota el paso y el peso de los años; es pardo claro, de pelo suave y corto, de orejas elevadas y grandes, de ojos amplios aunque tristes, hocico más oscuro, trasera fuerte, crin erecta y cuello musculoso.
Tano, poco antes de la alborada, rebuzna roncamente, como en un estertor gutural. Pone todo su empeño mientras pliega sus orejas hacia atrás. Yo creo que está llamando a Quino, y Quino seguro que así lo entiende; y de tal manera comienzan su cotidianidad.
Los dos siguen subiendo tranquilos, en simbiosis, el uno, con las ropas impregnadas de rocío, sostiene con levedad la soga que se eleva en curva hasta la quijada de Tano, y éste otro, rumiando el día, cocea tranquilo el adoquinado.

El pueblo de Quino es pequeño, coqueto en su ruralidad, encalado y aderezado de floridos tiestos y jardineras. Tiene calles irregulares; algunas vías son sinuosas y cortas en su plano, otras algo más rectas. Muchas confluyen en la plaza y es la calle Larga la que la atraviesa como arteria principal; viene desde el sur, se abre en la plaza y continúa empinada hacia la sierra norte, irguiéndose hasta llegar al humilladero del “Pilar”.

Y es allí, en la calle Larga, en su tramo norte, pero el más cercano a la plaza, donde un viejo, en la cama, piensa en sus cosas, en un insomne duermevela que le asalta desde temprano. El viejo escucha el retumbar sordo de los cascos del burro sobre el empedrado de la calle y las pisadas todavía firmes de Quino. A lo lejos un gallo canta a la mañana y al viejo se le despierta las gusarapas; piensa en el café, pero sabe o intuye que tiene que esperar.
Las horas pasan y Natalia despierta y levanta al viejo que ahora sí que está dormido. Lo lava como puede, otra vez se orinó encima. El viejo es grande y a Natalia cada vez le cuesta más trabajo. Qué sería de toda aquella situación si se hubiese casado, si hubiese tenido que atender una casa y unos hijos. Qué hubiese sido de su padre.
Ahora él está sentado en su hamaca, Natalia se la ha puesto en la acera, para que vea pasar la gente. Le apetece un pitillo, pero no lo pide o no lo sabe pedir. Su hija, al buen rato, le pone uno encendido entre sus largos, rugosos y nervudos dedos. El viejo sonríe en el alma, ahora le faltaría un chato, pero tampoco lo dice o no lo sabe decir. Apenas da torpemente dos o tres caladas cuando se le cae el cigarrillo. Ni siquiera mira al empedrado suelo, se queda absorto mirando calle arriba: está observando al amo y su jumento. Por la acera de en frete pasan las doñas, como las solían llamar, de nombres Gertrudis y Fuensanta, que buscan con la mirada a Natalia.

Quino y Tano son inseparables, no por ellos mismos en sí, sino por la propia estructura paisajista del pueblo. Como también son inseparables don Benito y don Severino, que llevan sellando su amistad casi cuarenta años por mor del dominó o como el “Petromá” que sentado en su silla de nea, puesta del revés a la puerta de su tienda de ultramarinos, desborda su humanidad por los cuatros costados o como el “Navarro”, el del bar, una añeja taberna con olor a vino agrio y a cervezas derramadas o “García”, el municipal más antiguo o como Gertrudis, la modista…. O como tantos otros que en su conjunto parecen no tener movilidad, como en un retrato costumbrista.

Quino y su rucio nunca van solos, siempre hay dos o tres perros que les acompañan. Dos, que se sepa, sin nombre, y el otro, apodado el Chispas, mestizo, cobrizo y patiblanco, que es el más nervioso de todos; continuamente zigzaguea entre las patas de Tano. Chispas y el rucio se hablan, se cuentan sus cosas y discuten, por eso siempre el tuso corretea entre las patas de Tano, porque éste nunca le da la razón y aquel se pone histérico y se vuelve correoso y exaltado.

Van pasando las horas y el viejo tiene que descansar, pero al final del día Natalia lo vuelve a colocar en la acera, en su hamaca. De paso a la calle, sosteniendo desde atrás a su padre, mira resignada la mesita del zaguán; encima un jarrón, al lado un marco con una foto, debajo, y aderezando el zócalo, tiestos con aspidistras verdinegras.
Ahora están pasando por en frente doña Gertrudis y doña Fuensanta, las “doñas” Una de negro, la otra de grises. De la primera ya hablamos, es la modista, de la segunda todavía no, sólo la nombramos. Las dos tienen pinta de clásicas beatas de pueblo, cotillas por naturaleza y siempre parecen estar trajinando de un lado para otro de la calle, cuando no barriendo lo ya barrido, regando los geranios. Ahora las dos se dirigen a la tienda del Petromá, a hacer esa última compra del día: -“Vamos pal desavío, ¿quieres algo?” le gritan a Natalia mientras saludan al viejo. Una sonrisa se esboza en la cara de éste y las beatas le devuelven otras. Pero la del viejo no era para ellas sino para Quino y Tano que ahora desandaban lo andado al alba y enfilaban en descenso la calle Larga. El viejo, torpemente se echó hacia delante, algo escorado para ver mejor. Gertrudis y Fuensanta se hablan quedamente en una mutua mirada entre ellas. Natalia, entre tanto, detrás de una de las enrejadas ventanas, mira a su padre. Sesgada, como está, sólo alcanza a ver su perfil, predominan sus pobladas cejas y el halo de ensimismamiento que lo envuelve….
El viejo está ajeno a todo, concentrado en Quino y Tano que ya bajan al pueblo mientras termina de atardecer. Ha sido un día de bochorno, donde Chispas no ha dejado de jadear. Tano ha estado más lento que de costumbre y Quino con ahogo y gran sofoco no ha parado de varear los olivos. Tano con las alforjas llenas de aceitunas. El viejo, que casi nunca varía sus expresiones, parece esbozar un intento de sonrisa, que quedó casi de medio lado y parece como si quisiera alargar una mano para hambrear algunas gordales y que después Natalia las aliñase. La hija le miró de reojo con gesto agridulce.

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El otoño es la época de recolección de las aceitunas y ya estamos a pleno Octubre, por eso Quino se esfuerza al máximo para sacar el mayor provecho de aquel heredado terreno de apedazadas tierras, que, entre otros laboreos, contiene sus queridos olivares. Entre sus preferidas la gordal, la manzanilla, la hojiblanca y la azofairón.
Quino, huraño, ha coronado la loma, y el viejo en su cama lo sabe, pero antes había pasado por el prado, dónde el Jumilllas pastoreaba su numeroso rebaño. El pastor, con un grito que escupió alguna incomprensible palabra, saludó a Quino y cohorte de animales. Quino permuta el saludo levantando un brazo. Tras el paso por donde estaba el Jumillas pasó por las viñas del Titi y por el melonar de García, el guardia. Una suave brisa, que se agradece, despeina su hirsuta cabellera. Chispas le dice a Tano que el amo se siente feliz; El asno mira al perro y asiente. Cuando comienza a coronar la colina, Quino mira hacia atrás, dos chuchos se han quedado algo rezagados, Chispas no, como siempre juguetea imantado a las patas del burro. Con un potente silbido pone orden y, tras unas leves carreras, se ponen a la altura del grupo. Desde allí se puede ver la torre de la iglesia y de forma más difusa el conjunto total del pueblo, todo dibujado como en un halo de inmovilidad, como de postal. El resto del paisaje, hasta arriba, estaba aderezado por continuas hileras de encinas sobre alfombras de amapolas y cardos, que, de vez en cuando, ahogan el camino.
Ahora va bajando del morral y de las alforjas sus aperos: la vara, la azada, la hoz… Empieza por quitar algunos cardos, después, con la guadaña, siega la hierba; comprueba y arregla la tierra roturada; suda, se limpia con un pañuelo arrugado y de indescriptible color, sigue cortando, juntando, volviendo a cortar. Ahora agua…y empieza el vareo. Tano rebuzna alegre mientras mordisquea cardos.
Quino es resabiado en el tema, por eso usa el vareo para coger las gotas verdes de Dios, como le gustaba llamarlas; habla hacia adentro, pero dirigiéndose a Chispas; coge su ajada vara y golpea el olivo de turno para hacer caer las aceitunas. Antes, con lentos y metódicos movimientos, había colocado su descolorida malla debajo del irregular árbol, para que sirviera de paraguas de aquellas maduras gotas verduscas que se iban rindiendo al vareo, cayendo pacientemente de entre sus verdiazuladas hojas. Vareaba de forma lateral y hacia abajo, para no dañar al olivo, sobre todo en sus brotes tiernos.
Chispas, aburrido de corretear, se tumba jadeante al amparo de una sombra, el sol, pese a la época, sigue atosigando tras unas pocas horas de trabajo. Chispas le pregunta a Tano si queda mucho para volver, pero el asno no le responde, cuanto más tarde mejor, ahora tendrá que volver cargado, piensa para sí.
El tiempo ha seguido su transcurrir y Quino, al poco, siente un vahído, un pequeño mareo. Pero él es duro, no será nada. Al momento una especie de turbación y unas fuertes palpitaciones en las sienes le hacen parar; después un leve sudor frío y el mareo que se incrementa, la cara adormecida, el equilibrio que se confunde, la cabeza que parece estallarle con un dolor que jamás había sentido. Da un pequeño traspiés hacia delante. No ha sido nada, se dice mientras su frente choca toscamente sobre el nudoso y rugoso tronco del olivo. Apoyado sobre manos y rodillas el aturdimiento le hizo no pensar en casi nada, quizás sólo en levantarse, pero pronto se dio cuenta que tenía la visión alterada, como de túnel, y que una inseguridad general se iba adueñando de sus extremidades. Poco a poco sintió que el aliento le iba faltando, que se le escapaba el alma. Un fuerte y más desgarrador dolor que el de antes le invadió nuevamente toda la cabeza y, tras un burbujeo en su frente, noto que se le impregnaba la cara de su savia roja. Quiso reunir todas sus fuerzas para levantarse, pero el intento lo dejó tumbado de bruces contra el suelo, trato de hablar pero no pudo, pretendió gritar pero no supo.

En su delirio alucina con imprecisiones y absurdeces y le parece escuchar a Tano que apremia a Chispas para que vaya corriendo al pueblo a pedir ayuda. Su visión del entorno se pierde, sin embargo, le parece como si flotara, como si pudiera ver el pueblo, con la torre despuntando como señera del entorno, como en una suerte de viaje astral.
Aire, silencio, verde, agua, tierra, olor…. Todo desde arriba como moteado.

Después los animales hablan entre ellos para ver que hacen, corre tu dice el burro que eres más rápido. Y Chispas, como alma que lleva el diablo, desciende a más velocidad de la que pensaba que podría desarrollar. Baja por la colina, dejando atrás los encinares. Un grupo de alondras gorjean nerviosas, presienten que algo pasa. Cuando el chucho llega al prado ladra sin cesar mirando al Jumillas. Éste, extrañado, mira hacia la colina. El perro le vuelve a ladrar estrepitosamente antes de seguir el descenso. El pastor sabe que algo ocurre. Precipitadamente comienza a agrupar el rebaño.

Chispas ya ha llegado al pueblo, pasa por el humilladero y continúa por la calle Larga.
Al primero que ve es a García, el municipal, que se queda extrañado de no ver al resto del grupo. Después al Navarro, luego…. Y así sigue, desesperadamente, intento tras intento con el agobiante propósito de llamar la atención de algún parroquiano. Cómo explica que está cerca de la reguera del agua sobrante, se pregunta ingenuo el rojizo chucho

De repente aparece el Jumillas que había venido corriendo, jadeante, casi ni se le entiende. La voz se corrió por todo el pueblo; empezaron a salir los vecinos. Al final, el boca a boca se lleno de voces asustadas.
Don Benito y don Genaro se interrogan a gritos. El Petromá, con torpes movimientos, intenta llegar hasta el resto del grupo que se había formado. García intenta poner orden. Gertrudis y Fuensanta, rosario en mano, suplican a sus santos. Natalia aparece con la cara desencajada. El Navarro grita que hay que buscar al médico, a don Genaro. Don Benito, con leves movimientos, niega cabizbajo farfullando -“qué fatalidad”.
Ahora, algunos, corren colina arriba. La providencia y el tiempo dirá.

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El viejo está más parado que de costumbre; Natalia lo está acostando con trabajo y con lágrimas secas en los ojos y aguadas en el alma. Lo deja arropado, cerrando la puerta tras de sí; casi ni se movió de la postura con la que cayó en el camastro con cabecero de bronce gastado. Natalia no se encuentra bien de ánimos. Decide salir un rato al portal. A tomar algo de fresco. Cuando pasa por el zaguán se para a la altura de la mesita. Coge tiernamente el marco entre sus manos. Ya no queda casi nada de lo que fue aquel hombre. Miró la foto, y esta vez, mientas la observaba, dos lágrimas resbalaron por sus mejillas. Aquel hombre ya no es su padre, se repite, el viejo ya no es ni será quien fue…
…la foto, blanco y negro bordeada de plata, le devuelve a un hombre de complexión huesuda, alto y algo encorvado, cejas negras, muy pobladas; a su lado su inseparable bestia, de color claro, orejas elevadas y hocico oscuro. Entre los dos, un chucho, cobrizo y patiblanco.


ENSALADILLA RUSA DE CARLOS ÁVILA (2º PUESTO EN EL TERCER CERTÁMEN PREMIO PLUTÓN DE RELATO CORTO -MÁLAGA-)


Cuando Amador García sintió el sabor de su propia sangre en la boca supo que le quedaban pocos minutos de vida. Inmediatamente deseó que el trance fuera lo suficientemente corto como para no tener que acometer la cansina tarea de rememorar todo su pasado. Se evitaría, de este modo, agravar aún más los sufrimientos físicos que acompañan a todo deceso por accidente violento.
Amador, poco dado al ejercicio del pensamiento quería evitarlo en este último acto, aún cuando la costumbre lo exigía en cualquier tipo de moribundo que se precie.
Transcurridos varios minutos, sin mermas notables en sus aptitudes sensoriales, comenzó a preocuparse seriamente por el asunto y tras varios resoplidos decidió cambiar la postura a otra más cómoda y ponerse inmediatamente al tajo.
En principio, y teniendo en cuenta que no conocía el tiempo disponible para deshilvanar la madeja de sus recuerdos, pensó que tal vez fuera mejor empezar la remembranza a partir de su madurez. No atisbando, finalmente, a definir la edad con que pudiera haberse considerado maduro, ni tan siquiera si alguna vez hubo alcanzado tal grado, decidió comenzar desde su infancia asumiendo así el riesgo de no llegar al final de su historia. Por una parte le incomodaba dejar cualquier tarea a medias pero por otra evitaba verse forzado a realizar una especie de resumen vital dada su poca habilidad para alcanzar rápidas conclusiones sobre cualquier tipo se disquisición que se le pusiera por delante.
Definitivamente e incomodado por la disyuntiva decidió definirse, de sopetón, como persona recta en el más amplio sentido de la palabra sin entrar a valorar la profundidad del término. Esta última tarea la encomendaba cuantos le habían conocido de una forma más o menos estrecha, no muchos, y de los que esperaba un notable bajo, o aprobado al menos, como calificación definitiva. Dio así por zanjada la cuestión testamentaria centrándose en revivir los inmediatos momentos anteriores que le habían llevado a su actual situación.
El calor siempre fue un fenómeno molesto para Amador. De hecho había provocado el lamentable trance por el que en aquellos momentos transitaba. Unos minutos antes, después de llegar del trabajo de forma precipitada debido a una pequeña indisposición, y sin tiempo apenas para subirse el pantalón, salió sudando del cuarto de aseo en busca de papel higiénico que guardaba en el salón. Pulsó el interruptor del ventilador de techo para remover la cálida masa de aire que encerraba el habitáculo y, repentinamente, una de las aspas de aquel artefacto se soltó del rotor y vino, cual veloz venablo, a clavarse en su vientre, eso sí, escorada un poco a la izquierda.
El golpe lo sintió como un mordisco ácido y caliente y no supo si por la impresión, dolor, violencia del golpe o mezcla de las tres no pudo sino caer hacia delante quedando a gatas apoyado en antebrazos y rodillas.
Tras un momento de desconcierto y sin duda obnubilado por las circunstancias, su pensamiento derivó en delirio. Sin saber porqué, al verse así ensartado, se le pasó por la cabeza que era una especie de histórico héroe herido de espada. ¡No molestes mis círculos! Al observar el escarlata con que su sangre iba salpicando de puntos redondos y perfectos la barata solería de terrazo fue Arquímedes. Se sintió herido por la gladius que aquel tosco soldado romano hundió en su cuerpo. Mientras, Marco Claudio Marcelo, ocultando su noble rostro entre las manos, lloraba su muerte.
O mejor aún, se imaginó ser Publio Quintilio Varo en pleno trance de la agonía. Lanzado sobre su propia espada esperando que la muerte lavara el deshonor de la derrota. Las lágrimas mezcladas con la sangre aún caliente de sus bravos soldados anegaban aquella tierra dura y fría. Bosque de vida y muerte, tibios huesos floreciendo de los miembros amputados y árboles milenarios contemplando en silencio el resultado de la estulticia. Rostros ennegrecidos de sudor y polvo. Ojos cerrados en el sueño de la muerte, o abiertos pero sin vida llenos de terror o ira, siempre con lágrimas secas que lavaron una última mirada. Todos muertos. ¿Cuáles sus últimos pensamientos? : «Padre ¿para qué me enseñaste el movimiento de los astros, el arte de la caza o ser uno con mi caballo? Esposa mía, amado rostro de calma, descríbeme otra vez la risa de nuestro hijo, mécele mientras le cantas bajo la sombra del naranjo; como mi madre hacía conmigo. Ya veis, de nada sirvieron mi espada y mi coraza, tambores ni trompetas, este soldado ya no es más que un efímero recuerdo. Tan efímero como vuestras vidas que no podré seguir compartiendo. Heme aquí tan lejos y tan sólo. Madre». Eran las mudas palabras de un ejército inerte las que llegaban a los oídos de Publio como torrente de dardos ponzoñosos. Mientras, en Roma, Augusto maldecía su recuerdo: «Varo, Varo, devuélveme mis legiones».
«…prometió bajo el árbol de Guernica el fiel desempeño de su cargo. Manuel Panizo “Manolín”, este joven abogado cordobés de 47 años, se ha convertido esta mañana en el décimo jefe de gobierno vasco desde la Transición. El nuevo Lendakari, en su discurso de investidura, prometió la transformación social que los ciudadanos le han pedido con sus votos. Tras el acto y como recuerdo se obsequió a los asistentes con unos de anisados de Rute y unas latas de carne de membrillo. Aún están cantando bajo el centenario vegetal…»
El sonido del telediario, atravesando el fino tabique que le separaba de su vecino, le trajo de vuelta a la realidad. No, no era ni Arquímedes ni Varo, más bien un pobre hombre, víctima de un accidente ridículo, postrado a cuatro patas, con los pantalones bajados a la altura de las rodillas, sin calzoncillos y con los glúteos repellados de caca.
El comienzo de los descalabros que le habían llevado a esa situación tuvo lugar aquella mañana en la oficina. Don Gonzalo, su jefe, le había abordado en el pasillo que conducía a su despacho. Quería entregarle la documentación financiera de la empresa, PREFABRICADOS GIL Y MELCHOR, S.A, a la que debía valorar crediticiamente. Mientras Amador, distraídamente, leía las doradas letras que figuraban en la portada del lujoso dossier que su jefe sujetaba, éste le apremiaba a que tuviera terminado el informe a primera hora de la mañana siguiente. Don Gonzalo, con gesto altivo, enarcó las cejas, subió el mentón y bajó la vista para terminar en una mueca de repugnancia cuando alcanzó a ver los blanquecinos, por mor del polvo acumulado, zapatos de su empleado. De gesto suave, enguantado en un impecable traje azul aguamarina con corbata de seda a juego y pelo rebosante de gomina a Don Gonzalo le gustaba de oírse a sí mismo mientras peroraba a sus sumisos subalternos sobre la necesidad del trabajo pronto y bien hecho. Era el momento en que terminaba su alocución cuando gustaba de clavar su fría mirada en los huidizos ojos de sus interlocutores y despedirlos con un apenas perceptible «gracias; es todo» En ese temido momento, cara a cara, mientras su exquisitamente recortado bigotillo apenas se elevaba para dar paso a la pareja de silbantes palabras, una fuerte halitosis consideraba inaugurados todos los fastos que tal dolencia pudiera celebrar. En tal situación, lo común era aguantar la respiración sin modificar el gesto y esperar a que el jefe se girase en busca de otro destino.
Esperando el pestilente momento en que aquella frase diera el punto final a la conversación Amador se vio sorprendido por una aguda punzada a la altura de la boca del estómago. Aguzó los sentidos en la observación de cualquier síntoma que expresara su cuerpo. Tras un breve intervalo de calma, apenas segundos, mientras asentía con la cabeza el vehemente discurso de su superior, concluyó que había superado el pequeño malestar. Toda una fenomenología adversa vino a desmentir tal creencia. La punzada contraatacó de nuevo pero con doble intensidad. Fue extendiendo su ámbito de acción bajando como cuchillo cortante hasta el bajo vientre, en donde asentó su avanzada. Al mismo tiempo, una ola acuosa y ardiente cual lava volcánica se lanzó furiosa sobre los esfínteres anales. Estos a duras penas soportaban la presión de los líquidos a pesar de que Amador, en un desesperado intento de auxilio, unía disimuladamente sus muslos. Concentraba todos sus esfuerzos en evitar la funesta eclosión sin saber por cuánto tiempo podría contener aquellas embestidas. Don Gonzalo no paraba de hablarle pero él ya no le escuchaba, le llegaban los sonidos como si se encontraran en medio de una pecera. Un mal presagio le embargó cuando como un hilillo de agua helada le fue recorriendo su espalda de abajo hacia arriba, los pelos de la nuca se le erizaron y un sudor frió afloró en su frente. Sin duda el más salvaje embate iba a consumarse y apenas contaba con fuerzas para resistir. Con un «vale» agarró el documento que su jefe blandía en la mano y, apenas vislumbrando la cara de sorpresa de éste, se dio media vuelta huyendo hacía los aseos. A pasos cortos, exigidos por la estrecha unión de sus piernas, recorrió el interminable pasillo con la cabeza gacha. Trataba así de evitar encontrarse con algún compañero de trabajo con ganas de conversación. Mientras se acercaba a la puerta del baño rogaba a las alturas que no estuviese ocupado, si esto ocurriese, no tendría más remedio que aceptar un vergonzoso armisticio sin condiciones. Afortunadamente estaba vacío. Cuando giró el pomo y éste no opuso resistencia una temblorosa sonrisa afloró en su boca. Aquella alegría le distrajo en su concentración y una leve relajación de los esfínteres dejó abiertas las defensas durante unas milésimas de segundo. Cerrar la puerta del baño tras de sí y echar el cerrojo le hizo sentirse, por fin, a salvo. Dejó el informe en el suelo y se acuclilló en el inodoro al tiempo que se bajaba pantalones y calzoncillos. En la entrepierna de ésta última prenda comprobó los desgraciados efectos de la pequeña distracción. Una pequeña laguna marrón, del tamaño de de una alubia, mostraba una superficie temblorosa por los movimientos y amenazaba con deslizarse hacía cualquiera de los dos costados, haciendo catarata sobre el pernil del pantalón. No pudiendo afrontar con lucidez este nuevo problema hasta no solucionar el que le dio origen cerró los ojos y relajó los esfínteres. Una explosión sonora de gases y líquidos decoró con miles de puntitos el impoluto blanco de la loza sanitaria. Pese a todas las consecuencias por resolver Amador sintió que el dolor y la presión que soportaban su vientre desaparecían casi al instante y dejaban lugar a una placentera sensación de alivio. Poco pudo disfrutar de este estado de gracia. Con horror comprobó que el portarrollos de la pared sólo sostenía al solitario tubo grisáceo de cartón que pone fin a la vida del papel higiénico. Dirigió entonces su mirada hacia el informe de PREGIME, S.A. Era una lástima que a tan esmerado trabajo de imprenta se le diera un uso ajeno a su primigenia finalidad pero no le quedaba otra. Ya inventaría algo para justificar ante su jefe la pérdida del documento. Arrancó al azar una de las hojas del informe y se limpió con ella. Las características de aquel papel lo hacían inútil para tales menesteres. Su elegante satinado anulaba su capacidad de absorción y el único efecto que causaba era el reparto uniforme y equitativo del fétido elemento por toda la superficie glútea. Aparte, la limpieza resultaba bastante dolorosa como consecuencia de las puntiagudas aristas que se formaban con las dobleces. Así lo comprobó al ver los resultados de la limpieza sobre la hoja. Una pátina líquida no impedía leer la larga relación de bienes que seguían al título «ACTIVOS NO CORRIENTES MANTENIDOS PARA LA VENTA Y OPERACIONES DISCONTINUADAS» por lo que Amador concluyó que medio asearse le llevaría a usar, no solo todos los Activos de PREGIME, S.A., sino también los Pasivos, bien fueran estos propios o ajenos. Unos golpecitos en la puerta le hicieron apresurarse en sus actividades. Prácticamente acabó con el informe, metió todas las hojas, usadas y nuevas en la bolsa de basura, que, afortunadamente, si estaba. Con el oficio de un funámbulo sacó los pies, zapatos incluidos, por los perniles de pantalones y calzoncillos evitando que la pequeña laguna se desplazara hacia algún costado. Introdujo a estos últimos también en la bolsa y se puso de nuevo los pantalones. Accionando varias veces la cisterna y con la ayuda de la escobilla de WC limpió cuanto pudo el inodoro. Finalmente salió del aseo totalmente sudoroso como quien hubiera librado una desigual batalla. Por los infinitos tacones con que se encontró, dedujo que Marga era quien esperaba que el baño quedara libre. Ni siquiera alzó la cabeza para comprobarlo. Deprisa y mirando al suelo se dirigió a su despacho, cogió el maletín y sin despedirse de nadie salió de la oficina como alma que lleva el diablo.
«…magnate del petróleo en Texas y primer trasplantado de cerebro, con éxito, se ha mostrado firme en su decisión de desheredar a toda su familia. Círculos cercanos han afirmado que…»
Pero todo empezó la noche anterior. Como siempre, había bajado a El Fogón de Florita, el bar de la esquina frente a su casa. Allí Amador tomaría lo que consideraba su cena normal de solterón: Unas cañas y una tapa de cualquier cosilla. Aquel antro de nombre más que pretencioso no era más que una de las muchas tabernas que se desparramaban por el barrio. A mediodía, un vociferante enjambre de obreros ocupaba sus pocas mesas para dar cuenta de un económico menú (6 Euros) que incluía: Dos platos principales, pan, postre casero y vino de mesa con gaseosa. Es de «La Casera», aclaraba con aire orgulloso la dueña a todos los comensales. Éstos atacaban el primer plato con el juicio a algún futbolista que, en la última jornada liguera, erró en el chute de lo que parecía un gol cantado. Detractores y defensores concluían sus alegatos con los ya consabidos: «Te quiere i» y su respuesta: «Te quiere i tu». En el segundo plato la conversación se centraba en lo mala que estaba la cosa y los temores de verse en la temida cola del paro. Ya a los postres, aturdidos por el vinillo peleón, el exiguo temario giraba a terrenos más íntimos. Se entremezclaban la preñez que con quince años había sorprendido a alguna de sus hijas o los mordiscos que las drogas pegaban a sus familias. Nada de particular, pobres gentes ansiando una fortuita casualidad que los sitúen en el lado de los que quieren solucionarles sus problemas abandonando el del que los tiene. El eco de voces y risas que seguían a aquel grupo multicolor cuando volvían de nuevo al curro era rápidamente sustituido por el entrechocar de vajilla, perolas y sartenes. Florita se afanaba en las labores limpieza que dejaría todo bien dispuesto para una nueva jornada. Durante aquellas horas de sofocante calor veraniego, entre las cinco y las siete, un nutrido grupo de hermosas moscas constituían, casi exclusivamente, la parroquia que ocupaba el local. Ya al oscurecer estos dípteros daban por terminadas sus excursiones al cuarteado y amarillento trozo de queso manchego, a la guita sostén de un otrora noble salchichón de color indefinible y a las muchas veces mortífero spa que constituían los parafinados aceites de las anchoas y el atún a tacos. Entonces, poco a poco, una serie de macilentos y taciturnos personajes iban entrando en el local y tomando asiento en los taburetes de la barra. Con acuosos ojos de mirar perdido, tomaban sus bebidas en un silencio premeditado. Tras la barra, su reino, Florita iba centrando poco a poco la atención de todos. Mientras servía las copas preguntaba por la familia, el trabajo, la salud, gastaba bromas e incluso, por oídas, se atrevía a opinar de futbol y hasta de toros. Pese a que aquella cuarentona bien cumplida pasaría de los noventa kilos de peso, se desplazaba mediante elegantes movimientos neumáticos que hacían parecer que flotaba algunas pulgadas sobre el suelo. Esta levedad era de una de las muchas gracias de Florita que cautivaban a Amador y la hacían ser centro de sus deseos. Mientras ella faenaba atendiendo a la clientela él, de soslayo, observaba el suave vaivén de sus caderas, la redondez tersa de sus pantorrillas o aquella nuca despejada y blanca por la que resbalaban pequeñas perlas de sudor. Se apresuraba cada noche en sentarse en el taburete frente al fregadero en cuanto se quedaba libre. Desde aquel punto, cuando Florita se inclinaba hacia adelante para fregotear vasos y platillos, se le mostraba impúdico el más sublime canalillo que, en su modesta opinión, pudiera tener una verdadera hembra de tronío. ¡Qué digo canalillo!, pensaba, ¡Canal sin duda! Inmediatamente, las neuronas de su celebro, adiestradas en el barato arte del ensueño, lo sumergían, como una especie de falo-delfín, entre aquella gomosa y láctea hendidura. Podía disfrutar del sabor a miel y el olor a requesón que imaginaba efluía de aquel ansiado pecho y adivinada, en el cenit del paroxismo, los rosados pezones en que terminarían aquellas blancas mamas que como élitros de coleóptero se desparramaban, abrazándola, hacia ambos costados de su orondo cuerpo. Entre tanto sueño y algún conato de erección contenida a tiempo, Amador consumió dos cervezas y una tapa de ensaladilla rusa. Ésta, presentaba una capa de amarillenta mayonesa de la que, mal dedujo, era debida a las nuevas técnicas en la producción ecológica de huevos. Más bien, según los resultados, era consecuencia de alguna concentración tipo día del orgullo salmonellense.
«…grave suceso en el barrio de Robledillas. Al parecer un individuo, al que los testigos no han logrado identificar aún, ha agredido a un menor que se encontraba acompañando a su padre en el interior de un comercio de la zona. Sin mediar palabra alguna le ha propinado un fuerte empujón dándose posteriormente a la fuga. El menor, de 12 años, sufre un fuerte traumatismo cráneo-encefálico, con pérdida de conocimiento. Nuestra compañera Matilde Postigo se dirige hacia el lugar…»
Su pasión por el método le jugó una mala pasada. Quizá no fue una buena idea parase, como todos los días, a comprar el pan al salir de la oficina.
Mientras esperaba pacientemente a que la señora que le precedía se decidiera entre la caja de lenguas de gato o la de mantecadas de Astorga dejó el maletín en el suelo y se despegó disimuladamente el pantalón que, como engomado, se había adherido a su trasero. La acción liberó un olorcillo bastante desagradable por lo que cejó en ella inmediatamente. Tanta era la salivación y las dudas de la buena señora al elegir de entre ambos productos que la panadería fue llenándose de clientela. De entre la minifalda de una señorita de muy buen ver, los abanicos de dos desabridas solteronas, La Vanguardia, de un padre con hijo, la cesta de la compra de madre con hijo e hija, los zapatos de rejilla de un pensionista hablador y un largo etcétera, lo que más le llamó la atención fue ver un maletín igualito al suyo, que un señor, cincuentón como él, dejó distraídamente en el suelo. Seguramente lo compraría en Céspedes, pensó. Estaba intentando acordarse cuánto pagó por él cuando empezó a acusar los síntomas de un nuevo retortijón. Afortunadamente su casa estaba a una manzana de distancia y creía poder aguantar si salía inmediatamente. Así lo hizo pero cuando no hubo andado más de diez pasos tuvo que volverse a por el maletín. Lo recogió apresuradamente en el momento en que la indecisa señora apostaba por las mantecadas y el señor jubilado, entre el alborozo general y ajeno a su regreso, comentaba: «no tiene espera el señorito cagaprisas». Entre las risotadas a costa suya salió de nuevo de la panadería dirección a su casa.
«…podíamos encontrarnos ante el personaje más buscado por la policía en los últimos meses: El pederasta de Robledillas. Don Amancio Díaz, padre del menor agredido, nos ha comentado que su hijo reconoció a un señor que se encontraba en la panadería como al hombre que había tratado de abusar de él hacía unos meses. El individuo, al ver como el niño le señalaba con el dedo, le propinó un fuerte empujón dándose inmediatamente a la fuga. En la huida, éste pervertido olvidó un maletín con documentación por lo que la policía puede estar en estos momentos dirigiéndose a su domicilio. Según la encargada de la tienda, algunas personas presentes durante el suceso debieron aprovechar la confusión para sustraerle mercancía ya que echa en falta algunas chapatas…»
Las palabras de aquella periodista le sacaron inmediatamente de su mortal somnolencia. Una terrible duda le sobresaltó. En el suelo, a escasos centímetros ante él, sobre la silla, se erguía desafiante el maletín de piel marrón. Casi llorando por el dolor, estiró el brazo para tratar de alcanzarlo. Con la punta de los dedos de una temblorosa mano rozó la curtida superficie. En un postrero intento de asirlo sólo consiguió que se cayera estrepitosamente desde la silla, se abriera como consecuencia del golpe y desparramara su contenido.
Como en un fundido en negro la vida de Amador se fue apagando. Sus últimas y débiles percepciones fueron el cada vez más cercano ulular de una sirena de policía y cientos de niños adolescentes que, desde sus fotos en el suelo, le miraban fijamente.