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POEMA RECITADO VOZ DEL CORAZON - LETRA Y VOZ MARIA RIAL (ISSISORA)

POEMA RECITADO VOZ DEL CORAZON - LETRA Y VOZ MARIA RIAL (ISSISORA)

viernes, 13 de agosto de 2010

QUINO Y TANO DE ANTONIO CASTILLA (1º PUESTO EN EL TERCER CERTÁMEN PREMIO PLUTÓN DE RELATO CORTO -MÁLAGA-)


Como siempre, y a la misma hora, marchan los dos. Quino va algo adelantado y Tano, casi como siempre, uno o dos pasos por detrás, los dos enfilando la cuesta que se inicia en la medianera de la calle Larga. El sol, apenas despuntando, perfila de naranja los irregulares y encalados muros de las casas, mientras que el cielo se va tiñendo de añil amanecer.
Quino es de complexión huesuda, alto para su edad, aunque encorvado por el paso de los años, su nariz romana, sus cejas muy pobladas y ajenas a las canas, la cara enjuta, rugosa y llena de surcos debido a tantos años de sol y campo. Tano es tranquilo y también se le nota el paso y el peso de los años; es pardo claro, de pelo suave y corto, de orejas elevadas y grandes, de ojos amplios aunque tristes, hocico más oscuro, trasera fuerte, crin erecta y cuello musculoso.
Tano, poco antes de la alborada, rebuzna roncamente, como en un estertor gutural. Pone todo su empeño mientras pliega sus orejas hacia atrás. Yo creo que está llamando a Quino, y Quino seguro que así lo entiende; y de tal manera comienzan su cotidianidad.
Los dos siguen subiendo tranquilos, en simbiosis, el uno, con las ropas impregnadas de rocío, sostiene con levedad la soga que se eleva en curva hasta la quijada de Tano, y éste otro, rumiando el día, cocea tranquilo el adoquinado.

El pueblo de Quino es pequeño, coqueto en su ruralidad, encalado y aderezado de floridos tiestos y jardineras. Tiene calles irregulares; algunas vías son sinuosas y cortas en su plano, otras algo más rectas. Muchas confluyen en la plaza y es la calle Larga la que la atraviesa como arteria principal; viene desde el sur, se abre en la plaza y continúa empinada hacia la sierra norte, irguiéndose hasta llegar al humilladero del “Pilar”.

Y es allí, en la calle Larga, en su tramo norte, pero el más cercano a la plaza, donde un viejo, en la cama, piensa en sus cosas, en un insomne duermevela que le asalta desde temprano. El viejo escucha el retumbar sordo de los cascos del burro sobre el empedrado de la calle y las pisadas todavía firmes de Quino. A lo lejos un gallo canta a la mañana y al viejo se le despierta las gusarapas; piensa en el café, pero sabe o intuye que tiene que esperar.
Las horas pasan y Natalia despierta y levanta al viejo que ahora sí que está dormido. Lo lava como puede, otra vez se orinó encima. El viejo es grande y a Natalia cada vez le cuesta más trabajo. Qué sería de toda aquella situación si se hubiese casado, si hubiese tenido que atender una casa y unos hijos. Qué hubiese sido de su padre.
Ahora él está sentado en su hamaca, Natalia se la ha puesto en la acera, para que vea pasar la gente. Le apetece un pitillo, pero no lo pide o no lo sabe pedir. Su hija, al buen rato, le pone uno encendido entre sus largos, rugosos y nervudos dedos. El viejo sonríe en el alma, ahora le faltaría un chato, pero tampoco lo dice o no lo sabe decir. Apenas da torpemente dos o tres caladas cuando se le cae el cigarrillo. Ni siquiera mira al empedrado suelo, se queda absorto mirando calle arriba: está observando al amo y su jumento. Por la acera de en frete pasan las doñas, como las solían llamar, de nombres Gertrudis y Fuensanta, que buscan con la mirada a Natalia.

Quino y Tano son inseparables, no por ellos mismos en sí, sino por la propia estructura paisajista del pueblo. Como también son inseparables don Benito y don Severino, que llevan sellando su amistad casi cuarenta años por mor del dominó o como el “Petromá” que sentado en su silla de nea, puesta del revés a la puerta de su tienda de ultramarinos, desborda su humanidad por los cuatros costados o como el “Navarro”, el del bar, una añeja taberna con olor a vino agrio y a cervezas derramadas o “García”, el municipal más antiguo o como Gertrudis, la modista…. O como tantos otros que en su conjunto parecen no tener movilidad, como en un retrato costumbrista.

Quino y su rucio nunca van solos, siempre hay dos o tres perros que les acompañan. Dos, que se sepa, sin nombre, y el otro, apodado el Chispas, mestizo, cobrizo y patiblanco, que es el más nervioso de todos; continuamente zigzaguea entre las patas de Tano. Chispas y el rucio se hablan, se cuentan sus cosas y discuten, por eso siempre el tuso corretea entre las patas de Tano, porque éste nunca le da la razón y aquel se pone histérico y se vuelve correoso y exaltado.

Van pasando las horas y el viejo tiene que descansar, pero al final del día Natalia lo vuelve a colocar en la acera, en su hamaca. De paso a la calle, sosteniendo desde atrás a su padre, mira resignada la mesita del zaguán; encima un jarrón, al lado un marco con una foto, debajo, y aderezando el zócalo, tiestos con aspidistras verdinegras.
Ahora están pasando por en frente doña Gertrudis y doña Fuensanta, las “doñas” Una de negro, la otra de grises. De la primera ya hablamos, es la modista, de la segunda todavía no, sólo la nombramos. Las dos tienen pinta de clásicas beatas de pueblo, cotillas por naturaleza y siempre parecen estar trajinando de un lado para otro de la calle, cuando no barriendo lo ya barrido, regando los geranios. Ahora las dos se dirigen a la tienda del Petromá, a hacer esa última compra del día: -“Vamos pal desavío, ¿quieres algo?” le gritan a Natalia mientras saludan al viejo. Una sonrisa se esboza en la cara de éste y las beatas le devuelven otras. Pero la del viejo no era para ellas sino para Quino y Tano que ahora desandaban lo andado al alba y enfilaban en descenso la calle Larga. El viejo, torpemente se echó hacia delante, algo escorado para ver mejor. Gertrudis y Fuensanta se hablan quedamente en una mutua mirada entre ellas. Natalia, entre tanto, detrás de una de las enrejadas ventanas, mira a su padre. Sesgada, como está, sólo alcanza a ver su perfil, predominan sus pobladas cejas y el halo de ensimismamiento que lo envuelve….
El viejo está ajeno a todo, concentrado en Quino y Tano que ya bajan al pueblo mientras termina de atardecer. Ha sido un día de bochorno, donde Chispas no ha dejado de jadear. Tano ha estado más lento que de costumbre y Quino con ahogo y gran sofoco no ha parado de varear los olivos. Tano con las alforjas llenas de aceitunas. El viejo, que casi nunca varía sus expresiones, parece esbozar un intento de sonrisa, que quedó casi de medio lado y parece como si quisiera alargar una mano para hambrear algunas gordales y que después Natalia las aliñase. La hija le miró de reojo con gesto agridulce.

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El otoño es la época de recolección de las aceitunas y ya estamos a pleno Octubre, por eso Quino se esfuerza al máximo para sacar el mayor provecho de aquel heredado terreno de apedazadas tierras, que, entre otros laboreos, contiene sus queridos olivares. Entre sus preferidas la gordal, la manzanilla, la hojiblanca y la azofairón.
Quino, huraño, ha coronado la loma, y el viejo en su cama lo sabe, pero antes había pasado por el prado, dónde el Jumilllas pastoreaba su numeroso rebaño. El pastor, con un grito que escupió alguna incomprensible palabra, saludó a Quino y cohorte de animales. Quino permuta el saludo levantando un brazo. Tras el paso por donde estaba el Jumillas pasó por las viñas del Titi y por el melonar de García, el guardia. Una suave brisa, que se agradece, despeina su hirsuta cabellera. Chispas le dice a Tano que el amo se siente feliz; El asno mira al perro y asiente. Cuando comienza a coronar la colina, Quino mira hacia atrás, dos chuchos se han quedado algo rezagados, Chispas no, como siempre juguetea imantado a las patas del burro. Con un potente silbido pone orden y, tras unas leves carreras, se ponen a la altura del grupo. Desde allí se puede ver la torre de la iglesia y de forma más difusa el conjunto total del pueblo, todo dibujado como en un halo de inmovilidad, como de postal. El resto del paisaje, hasta arriba, estaba aderezado por continuas hileras de encinas sobre alfombras de amapolas y cardos, que, de vez en cuando, ahogan el camino.
Ahora va bajando del morral y de las alforjas sus aperos: la vara, la azada, la hoz… Empieza por quitar algunos cardos, después, con la guadaña, siega la hierba; comprueba y arregla la tierra roturada; suda, se limpia con un pañuelo arrugado y de indescriptible color, sigue cortando, juntando, volviendo a cortar. Ahora agua…y empieza el vareo. Tano rebuzna alegre mientras mordisquea cardos.
Quino es resabiado en el tema, por eso usa el vareo para coger las gotas verdes de Dios, como le gustaba llamarlas; habla hacia adentro, pero dirigiéndose a Chispas; coge su ajada vara y golpea el olivo de turno para hacer caer las aceitunas. Antes, con lentos y metódicos movimientos, había colocado su descolorida malla debajo del irregular árbol, para que sirviera de paraguas de aquellas maduras gotas verduscas que se iban rindiendo al vareo, cayendo pacientemente de entre sus verdiazuladas hojas. Vareaba de forma lateral y hacia abajo, para no dañar al olivo, sobre todo en sus brotes tiernos.
Chispas, aburrido de corretear, se tumba jadeante al amparo de una sombra, el sol, pese a la época, sigue atosigando tras unas pocas horas de trabajo. Chispas le pregunta a Tano si queda mucho para volver, pero el asno no le responde, cuanto más tarde mejor, ahora tendrá que volver cargado, piensa para sí.
El tiempo ha seguido su transcurrir y Quino, al poco, siente un vahído, un pequeño mareo. Pero él es duro, no será nada. Al momento una especie de turbación y unas fuertes palpitaciones en las sienes le hacen parar; después un leve sudor frío y el mareo que se incrementa, la cara adormecida, el equilibrio que se confunde, la cabeza que parece estallarle con un dolor que jamás había sentido. Da un pequeño traspiés hacia delante. No ha sido nada, se dice mientras su frente choca toscamente sobre el nudoso y rugoso tronco del olivo. Apoyado sobre manos y rodillas el aturdimiento le hizo no pensar en casi nada, quizás sólo en levantarse, pero pronto se dio cuenta que tenía la visión alterada, como de túnel, y que una inseguridad general se iba adueñando de sus extremidades. Poco a poco sintió que el aliento le iba faltando, que se le escapaba el alma. Un fuerte y más desgarrador dolor que el de antes le invadió nuevamente toda la cabeza y, tras un burbujeo en su frente, noto que se le impregnaba la cara de su savia roja. Quiso reunir todas sus fuerzas para levantarse, pero el intento lo dejó tumbado de bruces contra el suelo, trato de hablar pero no pudo, pretendió gritar pero no supo.

En su delirio alucina con imprecisiones y absurdeces y le parece escuchar a Tano que apremia a Chispas para que vaya corriendo al pueblo a pedir ayuda. Su visión del entorno se pierde, sin embargo, le parece como si flotara, como si pudiera ver el pueblo, con la torre despuntando como señera del entorno, como en una suerte de viaje astral.
Aire, silencio, verde, agua, tierra, olor…. Todo desde arriba como moteado.

Después los animales hablan entre ellos para ver que hacen, corre tu dice el burro que eres más rápido. Y Chispas, como alma que lleva el diablo, desciende a más velocidad de la que pensaba que podría desarrollar. Baja por la colina, dejando atrás los encinares. Un grupo de alondras gorjean nerviosas, presienten que algo pasa. Cuando el chucho llega al prado ladra sin cesar mirando al Jumillas. Éste, extrañado, mira hacia la colina. El perro le vuelve a ladrar estrepitosamente antes de seguir el descenso. El pastor sabe que algo ocurre. Precipitadamente comienza a agrupar el rebaño.

Chispas ya ha llegado al pueblo, pasa por el humilladero y continúa por la calle Larga.
Al primero que ve es a García, el municipal, que se queda extrañado de no ver al resto del grupo. Después al Navarro, luego…. Y así sigue, desesperadamente, intento tras intento con el agobiante propósito de llamar la atención de algún parroquiano. Cómo explica que está cerca de la reguera del agua sobrante, se pregunta ingenuo el rojizo chucho

De repente aparece el Jumillas que había venido corriendo, jadeante, casi ni se le entiende. La voz se corrió por todo el pueblo; empezaron a salir los vecinos. Al final, el boca a boca se lleno de voces asustadas.
Don Benito y don Genaro se interrogan a gritos. El Petromá, con torpes movimientos, intenta llegar hasta el resto del grupo que se había formado. García intenta poner orden. Gertrudis y Fuensanta, rosario en mano, suplican a sus santos. Natalia aparece con la cara desencajada. El Navarro grita que hay que buscar al médico, a don Genaro. Don Benito, con leves movimientos, niega cabizbajo farfullando -“qué fatalidad”.
Ahora, algunos, corren colina arriba. La providencia y el tiempo dirá.

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El viejo está más parado que de costumbre; Natalia lo está acostando con trabajo y con lágrimas secas en los ojos y aguadas en el alma. Lo deja arropado, cerrando la puerta tras de sí; casi ni se movió de la postura con la que cayó en el camastro con cabecero de bronce gastado. Natalia no se encuentra bien de ánimos. Decide salir un rato al portal. A tomar algo de fresco. Cuando pasa por el zaguán se para a la altura de la mesita. Coge tiernamente el marco entre sus manos. Ya no queda casi nada de lo que fue aquel hombre. Miró la foto, y esta vez, mientas la observaba, dos lágrimas resbalaron por sus mejillas. Aquel hombre ya no es su padre, se repite, el viejo ya no es ni será quien fue…
…la foto, blanco y negro bordeada de plata, le devuelve a un hombre de complexión huesuda, alto y algo encorvado, cejas negras, muy pobladas; a su lado su inseparable bestia, de color claro, orejas elevadas y hocico oscuro. Entre los dos, un chucho, cobrizo y patiblanco.


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