FRANCIS
Tun, tun. Tun, tun.
Sístole y diástole. Taquicardia inopinada, el síndrome de Stendhal inexorable me postró en los escalones del altar de Pérgamo.
Lo que tanto estudié, ahora ante mis ojos. Me sentí confusa. Él me dijo, levántate, nos esperan la puerta de Ishtar y la del Mercado de Mileto.
ANA
Permaneció indiferente ante tanta belleza, su rostro denotaba aburrimiento y su actitud fastidio e impaciencia. A dos mil kilómetros de nuestro hogar, entre el barullo de gente que deambulaba por el museo y ante el altar de Pérgamo, me rendí ante lo que ya era inexorable: le dejaría para siempre.
CLARA
Nunca quiso llegar a esa ciudad. A lo largo del camino intentó varias veces zafarse de sus ataduras, pero solo se ganó algunos latigazos. Ahora su destino era inexorable. Desde lo alto de su trono, el rey de Pérgamo pronunciaba las terribles palabras que auguraban su suerte: «Sentencia de muerte».
ANTONIO
Vino cambiada.
Apenas le reconocía en su cotidianidad
El viaje a las ruinas de Pérgamo le hizo más huraña, más beligerante.
De haberlo sabido nunca la hubiese llevado conmigo.
De forma inexorable la hubiese dejado en el hotel.
Nunca hubiese dejado que un felino turco montase a mi gata persa
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